Estamos habitando un presente que se desborda, que impronta, al igual que una infancia y/o adolescencia doliente. Los últimos cinco años han sido eso: una sucesión de golpes que nos dejaron sin aire. La pandemia nos aisló, en una lección sobre el miedo, la pérdida y la soledad. Filomena, con la nieve hasta las cejas, nos inmovilizó. Los volcanes de La Palma nos recordaron que la tierra también tiembla y que puede llegar a despedazarse, literalmente. Luego llegó DANA, con miles de coches flotando como juguetes rotos y esa sensación de que el desastre es parte del calendario y la estabilidad, una ilusión
Algo parecido les ocurre a las personas menores de edad que crecen en entornos inseguros, porque el clima, es decir, el entorno, no es un fondo, sino un protagonista vital: Se aíslan, tiemblan y se rompen.
No es casual que tantos vivamos con el corazón encogido, que el insomnio sea epidemia silenciosa, que la salud mental se haya convertido en la nueva urgencia. Nos hemos vuelto más tensos, más ansiosos, más cansados. Y hemos aprendido a vivir alerta, como si en cualquier momento pudiera pasar un nuevo suceso.
Habiendo aprendido esta forma de estar en el mundo, es la manera en que podemos empatizar y comprender el sufrimiento de los niños y adolescentes que se encuentran en situaciones de riesgo. Ellos también desarrollan una actitud hipervigilante. Siempre atentos, siempre en guardia, esperando que algo malo ocurra. Sienten el miedo en el ambiente, la preocupación de los adultos, la falta de certezas. Es una forma de supervivencia, para protegerse cuando el entorno es impredecible.
Lo invisible pesa. El alma también se satura.
Porque vivir en alerta constante agota. Y nadie puede crecer, aprender o amar desde el miedo, extraigo algunas conclusiones sobre esta reflexión:
No podemos controlar lo que pasa fuera, pero sí podemos crear un refugio dentro. En espacios seguros, con vínculos que no se rompan y rutinas que no se desmoronen con la primera tormenta. Con escucha, con comunicación, con abrazos.
El ser humano necesita cierta previsibilidad para sentirse seguro. Lo inesperado, cuando se vuelve rutina, genera una carga emocional constante: ansiedad, agotamiento, desorientación, normalmente invisible. Esta fatiga de la incertidumbre nos entumece o nos hace aprender a vivir esperando la próxima alarma.
Los traumas no se curan con olvido, sino con elaboración. Necesitamos narrarnos lo que hemos vivido, ponerle nombre al caos. Y también, mirar las ruinas y preguntarnos: ¿qué queremos construir ahora? Porque solo cuando entendemos, como ahora, que nuestras reacciones tienen sentido en contextos extremos, podemos empezar a sanar.
Como sociedad, nos parecemos cada vez más a esos niños. Vivimos con el cuerpo en tensión, esperando el próximo aviso de emergencia, la próxima crisis. No dormimos igual, no confiamos igual.
Nuestras personas menores de edad necesitan, en este sentido, lo mismo que las personas adultas, con mayor intensidad: Sentir que si aparecen dragones entre las Torres Kio escupiendo fuego, no estaremos solos para enfrentarlos, nos protegeremos.
Desirée Porcel. Psicoterapeuta. Consultora.